Los hombres de El Tablado
Se han ido y no van a volver. Si los enumero de topo en topo puedo recordar sus nombres, sus rostros, su voz y todo aquello que conformaba su mundo y que con el tiempo llegó a ser el mío. Eliseo, Marcelo, El Burgaño, Antonio el de Alba, Ventura, Don Carlos, Anselmo, José, Antonio el de Emérita, Eusebio, Aldo, Candito, Andrés, y ahora Eligio. Se van. Ellos, los hombres de El Tablado, los que hicieron del pago un lugar diferente, un lugar único y especial para mí se han ido para siempre y con ellos una parte importante de mí misma que no voy a poder recuperar jamás. Cada uno de ellos dejó un pedazo de su vida en la mía. De ellos aprendí el valor de muchas cosas que ya no se encuentran ni se enseñan. Ellos, los hombres de El Tablado, me enseñaron a mí el valor de la tierra, lo que cuesta dominarla, entenderla y vivir de ella. Durante más de cuarenta y cinco años he observado su cansancio, su día a día en el monte con las cabras, con los canteros de plátanos, haciendo bardos, cortando monte, cavando papas, plantando aguacates y naranjos, regando el millo y las huertas de coles y cebollas.
Recuerdo el tazón de leche recién ordeñada con gofio y azúcar que me hacía José en su pajero de las cabras entre risas y comentarios sobre el mundo. Y los cestos de higos de Candito, y las papas asadas en la tierra de Andrés, y la risa inteligente y socarrona de Antonio, y las manos soberbias, enormes, magníficas, de Eligio sujetando con miedo los deditos recién nacidos de mi último nieto, y las bromas de Eliseo en la venta del topo que da al barranco de Los Hombres, y la cesta de cebollas que Anselmo recogió para mí aquella última tarde, y la mirada de Eusebio antes de irse a Tenerife para no regresar, y el caminar sabio y lento de Eusebio, el de Ángel Cira, al doblar las esquinas del agua en busca del ganado, y los vasos de vino con don Carlos el de la tía Tomasa.
Recuerdo la venta del topo del centro a rebosar de hombres al anochecer cuando se reunían a beber el último trago del día. En silencio. Y yo a mirarlos y a aprender de la vida en sus camisas heridas de tierra y de sudor del bueno, del que no ofende y da categoría a los hombres de bien. Y ellos me dejaban estar allí, empeñada en saberlo todo de su trabajo y sus almas. Y yo, ignorante y ajena a todos ellos, me sentía feliz entre sus bromas, sus chascarrillos y su manera especial de quererme. Y ya de noche, volvía a mi casa de La Montañeta cargada de tomates, papas, naranjas, algún dulce y un puñado de higos secos y almendras.
Y a pesar de que vuelve a ser de noche, que estoy lejos de la isla y de que ahora ya sé que no van a regresar, en este mismo instante, unos días más tarde de saber que Eligio ha muerto y ya no podré sentarme a su lado ni coger entre las mías sus manos tan inmensas y fuertes, aún soy capaz de recordarlos como si acabara de estar con ellos. Lo sé. Están conmigo. Siempre estarán conmigo. Y un día, los hijos de mis hijos pronunciarán sus nombres con el mismo amor y el mismo respeto que yo lo hago.
Elsa López