José María Pérez Castro

Fue el paradigma del indiano rico en Garafía y quizás en toda la isla. Un hombre adinerado, mujeriego, distante y afable al mismo tiempo, cuya vida secreta se presumía legendaria, envidiado por muchos y admirado por casi todos.

Muy joven emigró a Cuba en un viaje que luego se repetiría en un sinnúmero de ocasiones hasta que, según parece, por unos líos amorosos regresó definitivamente a Garafía, no embarcado por su propio pie sino, oculto en el interior de un tonel. Dicen que se casó en Cuba bajo nombre falso y tuvo varios hijos con su mujer y otros tantos con mujeres que también fueron suyas sin serlo legalmente.

Fue propietario de varias fincas en Garafía entre las que sobresalía la situada en Hoya Grande, de una respetable extensión, completamente trabajada y sembrada preferentemente de viña, cuyos frutos se convertían en vino en el mismo lugar y se vendían posteriormente en Los Sauces y Barlovento, pero donde también se cultivaban cereales y papas y en la que sobresalían numerosos castaños. Otra finca en el lugar denominada Los Loros se dedicaba a la cría de ganado vacuno y a la fabricación de carbón vegetal, que se enviaba a Santa Cruz de La Palma por el embarcadero de Santo Domingo.

Como todo buen potentado fabricó una vivienda en el campo y otra en el pueblo de Santo Domingo. Su casa de Hoya Grande, cuyo solar ya estaba abierto cuando el pavoroso incendio de 1.902, parece arrancada de una hacienda cubana y trasplantada a las medianías garafianas. Del más puro estilo colonial, presenta en su fachada un monumental balcón corrido de madera de tea, mientras que en su interior la misma madera domina sobre la piedra hasta el punto de que todos los tabiques son de tea. Desgraciadamente se encuentra en un estado casi ruinoso.

En perfecto estado, aunque con modificaciones que han afectado sobre todo el interior, se conserva la vivienda que fabricó con posterioridad en Santo Domingo, en un costado de la plaza Baltasar Martín, y en cuyo frontis aparecen en relieve sus iniciales y la fecha de construcción: 1.925. De dos plantas, el edificio es un verdadero palacete en el que destacan la serie de balcones de hierro en su exterior y la formidable escalera que desde el piso bajo lleva a las estancias superiores.

Sus fincas las trabajaban obreros asalariados, y cuentan que en ningún lugar un trabajador era mejor tratado y mejor pagado que en las fincas del Gato Amarillo. Claro, que en consecuencia era muy exigente: el trabajo tenía que hacerse bien y finalizarse en el tiempo previsto.

Los obreros permanecían en las propiedades durante todo el año ya que siempre había trabajo. Solo abandonaban las fincas a la hora de dormir y no todos pues algunos por razones de su ocupación también permanecían durante las noches. De esta manera comían en las fincas, y era la propia criada del amo quien les preparaba una comida que, según las órdenes recibidas, debía ser buena tanto en calidad como en cantidad.

Hombre de mediana estatura, vestía siempre traje, corbata, zapatos, reloj con leontina y a veces gabardina. Pasaba los veranos en su finca de Hoya Grande y los inviernos en Santo Domingo, y realizaba los trayectos a lomos de una mula a la que mimaba en extremo y que fue a buscar expresamente a la isla de EL Hierro. Cuando el animal se hizo viejo no lo dudó un instante y volvió a la misma isla en busca de otra semejante.

Su influencia era grande entre los vecinos y entre las autoridades del municipio. Valga como ejemplo que su finca de Hoya Grande estaba situada en territorio “de quintos” y jamás pagó dicho canon al Ayuntamiento.

Tuvo varios hijos de sus relaciones con mujeres del pueblo, entre ellas, su criada. No reconoció legalmente a ninguno, pero se preocupó de todos durante el resto de su vida.

Cuentan que cuando acaban sus días enloqueció y que algunos se aprovecharon de esta situación para hacerse con parte de sus propiedades, y que muchos años después de muerto su alma vagaba por Hoya Grande y por La Piedra, cerca de Santo Domingo, asustando a la gente por los caminos y penetrando incluso en las viviendas haciendo visible su imagen corpórea en las paredes.

¿Por qué le llamaban El Gato Amarillo? Nadie lo sabe. ¿Quizás por sus “cacerías” nocturnas? ¿Por su vestimenta? ¿Por los centenes de oro que trajo de Cuba?, tal vez por todo esto y tal vez por nada de esto, un misterio más en la vida de José María Pérez Castro. (TEXTO EXTRAIDO DEL LIBRO DEL LUGAR DE TAGALGUEN DE TOMÁS ORRIBO RODRÍGUEZ Y NÉSTOR RODRÍGUEZ MARTÍN).